New York Time/Joao Silva
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TENÉS DINERO, TENÉS VACUNAS. En su afán por vacunar a sus poblaciones, los países ricos se olvidaron del resto del mundo. A pesar de las advertencias, los funcionarios estadounidenses y europeos no presionaron a las empresas farmacéuticas para garantizar el acceso de miles de millones de personas a las vacunas. Eso podría prolongar la pandemia.

En los próximos días, por fin se expedirá la patente de un invento que se creó hace cinco años, una hazaña de ingeniería molecular que está en el centro de al menos cinco vacunas importantes contra la COVID-19. Y el gobierno de Estados Unidos la controlará.

La nueva patente presenta una oportunidad para influir sobre las farmacéuticas que producen las vacunas y presionarlas con el fin de que expandan el acceso a los países menos prósperos.

La pregunta gira en torno a si el gobierno hará algo.

El rápido desarrollo de las vacunas contra la COVID-19, logrado en tiempo récord y subsidiado por un inmenso financiamiento de Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido, representa un gran triunfo de la pandemia. Los gobiernos se asociaron con las farmacéuticas, invirtieron miles de millones de dólares para conseguir las materias primas, financiaron ensayos clínicos y modernizaron las fábricas. Miles de millones de dólares más se comprometieron para la compra del producto terminado.

Sin embargo, este éxito de Occidente ha creado una desigualdad extrema. Los habitantes de los países ricos y de ingresos medios han recibido más o menos el 90 por ciento de los casi 400 millones de vacunas que se han repartido hasta ahora. Según las proyecciones actuales, muchos de los demás países tendrán que esperar años.

Un creciente coro de autoridades sanitarias y grupos defensores a nivel mundial les están pidiendo a los gobiernos occidentales usar facultades agresivas —la mayoría de las cuales casi nunca o nunca se han usado antes— que obliguen a las empresas a publicar las recetas de la vacuna, compartir su conocimiento y redoblar la producción. Los defensores de la salud pública han pedido ayuda, incluso le han pedido al gobierno de Biden que use su patente para impulsar un mayor acceso a las vacunas.

Pero los gobiernos se han resistido. Al asociarse con las farmacéuticas, los líderes occidentales adquirieron la posibilidad de estar al frente de la fila. Sin embargo, también ignoraron años de advertencias —y las solicitudes explícitas de la Organización Mundial de la Salud— a fin de que incluyeran lenguaje contractual que les hubiera garantizado dosis a los países pobres y alentado a las empresas a compartir su conocimiento y las patentes que controlan.

“Fue como correr para conseguir papel higiénico. Todo el mundo decía: ‘Apártate de mi camino. Voy a conseguir el último paquete’”, dijo Gregg Gonsalves, epidemiólogo de Yale. “Solo corrimos por las dosis”.

La perspectiva de miles de millones de personas esperando años para ser vacunadas representa una amenaza para la salud incluso para los países más ricos. Un ejemplo: en el Reino Unido, donde el lanzamiento de la vacuna ha sido sólido, los funcionarios de salud están rastreando una variante del virus que surgió en Sudáfrica, donde la cobertura de la vacuna es débil. Esa variante puede mitigar el efecto de las vacunas, lo que significa que incluso las personas vacunadas podrían enfermarse.

Según las autoridades sanitarias occidentales, nunca fue su intención excluir a los demás. Pero al tener una inmensa cantidad de muertos en sus propios países, centraron su atención a nivel nacional. El tema de compartir las patentes simplemente nunca surgió, mencionaron.

“Se centró en Estados Unidos. No fue antiglobal”. dijo Moncef Slaoui, quien fue el principal asesor científico de la Operación Máxima Velocidad, un programa del gobierno de Donald Trump que financió la búsqueda de vacunas en Estados Unidos. “Todo el mundo estuvo de acuerdo en que, una vez que se satisficieran las necesidades de EE. UU., las dosis de las vacunas se destinarían a otros lugares”.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y la presidenta del poder ejecutivo de la Unión Europea, Ursula von der Leyen, se muestran reacios a cambiar de rumbo. Biden ha prometido ayudar a una empresa india a producir unas 1000 millones de dosis para fines de 2022 y su gobierno ha donado dosis a México y Canadá. Sin embargo, dejó en claro que la prioridad era su país.

“Vamos a comenzar asegurándonos de que los estadounidenses sean atendidos primero”, comentó Biden hace poco. “Pero luego intentaremos ayudar al resto del mundo”.

Presionar a las empresas para que compartan las patentes podría percibirse como un debilitamiento de la innovación, un sabotaje a las farmacéuticas o peleas interminables y costosas con las mismas empresas que estuvieron investigando a fondo para encontrar la salida de la pandemia.

Mientras los países ricos siguen luchando por mantener las cosas como están, otros como Sudáfrica e India han llevado la batalla a la Organización Mundial de la Salud, en busca de una exención sobre las restricciones de las patentes para las vacunas de la COVID-19.

Mientras tanto, Rusia y China han prometido llenar el vacío como parte de su diplomacia de vacunación. El Instituto Gamaleya en Moscú, por ejemplo, se ha asociado con productores desde Kazajstán hasta Corea del Sur, según datos de Airfinity, una empresa de análisis científicos, y UNICEF. Los fabricantes de vacunas en China han llegado a acuerdos similares en los Emiratos Árabes Unidos, Brasil e Indonesia.


El problema de las patentes no resolvería por sí solo el desequilibrio de las vacunas. Modernizar o construir fábricas tomaría tiempo. Se tendrían que producir más materias primas. Las autoridades regulatorias tendrían que aprobar nuevas líneas de ensamblado.

Y, como sucede cuando se cocina un platillo complicado, no basta con darle a alguien una lista de ingredientes porque eso no sustituye la manera de preparar la receta.

Para abordar estos problemas, el año pasado, la OMS creó una reserva tecnológica con el fin de alentar a las empresas a compartir el conocimiento con los fabricantes en naciones de ingresos más bajos.

Ni una sola empresa productora de vacunas se ha afiliado.

“El problema es que las empresas no quieren hacerlo. Y el gobierno no es muy duro con esas compañías”, dijo James Love, quien dirige Knowledge Ecology International, una organización sin fines de lucro.

Hace poco, los ejecutivos de las farmacéuticas les dijeron a los legisladores europeos que estaban otorgando licencias de sus vacunas lo más rápido posible, pero que era complicado encontrar socios que tuvieran la tecnología adecuada.

“No tienen el equipamiento”, dijo Stéphane Bancel, director ejecutivo de Moderna. “No hay capacidad”.

Pero fabricantes desde Canadá hasta Bangladés mencionaron que ellos pueden hacer las vacunas; tan solo les faltan los acuerdos para la licencia de la patente. Cuando les han llegado al precio, las empresas han compartido secretos con fabricantes nuevos en cuestión de meses, gracias a lo cual se redobla la producción y se modernizan las fábricas.

Sin embargo, cuando el gobierno hace concesiones, las negociaciones fluyen. A principios de este mes, Biden anunció que el gigante farmacéutico Merck ayudaría a fabricar vacunas para su competidor Johnson & Johnson. El gobierno presionó a Johnson & Johnson para que aceptara la ayuda y está utilizando los poderes de adquisición para tiempos de guerra con el fin de asegurar los suministros para la empresa. También valdrá la pena modernizar la línea de producción de Merck, con miras a que en mayo las vacunas estén disponibles para todos los adultos en Estados Unidos.

A pesar del considerable financiamiento gubernamental, las farmacéuticas controlan casi toda la propiedad intelectual y están en una posición de generar una fortuna a partir de las vacunas. Una excepción crucial es la patente que espera una pronta aprobación: un descubrimiento a nivel gubernamental para manipular la proteína clave del coronavirus.

Este avance, en el centro de la carrera de 2020 para obtener la vacuna, de hecho apareció años antes en un laboratorio de los Institutos Nacionales de Salud, donde un científico estadounidense llamado Barney Graham estaba en busca de un logro médico muy ambicioso.

‘Ya habíamos hecho todo eso’
Durante años, Graham se especializó en ese tipo de investigaciones largas y costosas que solo los gobiernos financian. Buscaba una clave para desentrañar las vacunas universales: planos genéticos que se pudieran usar en contra de cualquiera de las dos docenas de familias virales que infectan a los humanos. Cuando surgiera un nuevo virus, los científicos simplemente iban a ser capaces de modificar el código y hacer una vacuna al poco tiempo.

En 2016, mientras realizaban investigaciones sobre el síndrome respiratorio de Oriente Medio, conocido como SROM, Graham y sus colegas desarrollaron un mecanismo para intercambiar un par de aminoácidos en la proteína pico del coronavirus. Se percataron de que esa pizca de ingeniería molecular se podía usar para desarrollar vacunas efectivas en contra de cualquier coronavirus. El gobierno, junto con sus colaboradores de Darmouth College y el Instituto de Investigación Scripps, registró una patente, la cual será expedida este mes.

En enero de 2020, cuando los científicos chinos publicaron el código genético del nuevo coronavirus, el equipo de Graham tenía listo su recetario.

“Sabíamos exactamente lo que teníamos que hacer”, dijo Jason McLellan, uno de los inventores, que ahora trabaja en la Universidad de Texas en Austin. “Ya habíamos hecho todo eso”.

Graham ya estaba trabajando con Moderna en una vacuna para otro virus cuando el brote en China inspiró a su equipo a cambiar de enfoque. “Simplemente le dimos la vuelta al coronavirus y dijimos: ‘¿Cuán rápido podemos ir?’”, recordó Graham.

En unos pocos días, le enviaron por correo electrónico el plano genético de la vacuna a Moderna para comenzar la producción. Para finales de febrero, Moderna había producido suficientes vacunas para realizar ensayos clínicos dirigidos por el gobierno.

“Hicimos la parte delantera. Ellos hicieron el medio. Y nosotros ejecutamos la parte final”, dijo Graham.

No se sabrá en meses o años quién exactamente tiene las patentes de cualquiera de las vacunas. Sin embargo, ahora queda claro que varias de las vacunas de la actualidad —entre ellas las de Moderna, Johnson & Johnson, Novavax, CureVac y Pfizer-BioNTech— dependen del invento de 2016. De esas vacunas, tan solo BioNTech le ha pagado al gobierno estadounidense para otorgar licencias de la tecnología. El 30 de marzo es la fecha programada para que la patente sea emitida.

Los abogados de patentes y los defensores de la salud pública aseguran que es probable que otras empresas tengan que negociar un acuerdo de licencias con el gobierno o enfrentar la posibilidad de una demanda por miles de millones de dólares. En 2019, el gobierno interpuso una demanda de ese tipo contra la farmacéutica Gilead por un medicamento para el VIH.

Esto le da una influencia especial al gobierno de Biden para obligar a las empresas a compartir tecnología y expandir la producción mundial, dijo Christopher J. Morten, un profesor de Derecho de la Universidad de Nueva York que se ha especializado en las patentes médicas.

“Podemos hacer esto de la manera difícil, y te demandamos por infracción de patente”, dijo que era uno de los argumentos que el gobierno podría formular. “O simplemente te comportas de manera correcta y tramitas la licencia de tu tecnología”.

Los Institutos Nacionales de la Salud se rehusaron a comentar sobre sus negociaciones con las farmacéuticas, pero señalaron que no anticipaban una disputa por una violación de la patente. Ninguna de las empresas farmacéuticas respondieron a las consultas sobre la patente de 2016.

Los expertos dicen que el gobierno tiene una mayor influencia sobre la vacuna de Moderna, que fue financiada casi en su totalidad por los contribuyentes. Las nuevas vacunas de ARNm, como la de Moderna, son relativamente más fáciles de fabricar que las vacunas que dependen de virus vivos. Los científicos la comparan con los viejos reproductores de casetes: primero pruebas una cinta. Si no es correcta, simplemente pones otra.

Moderna espera producir 18.400 millones de dólares en ventas de vacunas este año, pero el sistema de administración —el reproductor de casetes— es el secreto más preciado. Revelarlo podría significar regalar la clave del futuro de la empresa.

En la primavera pasada, cuando la vacuna de Moderna estaba en sus primeros ensayos, la ciencia de las vacunas se había convertido en una competencia nacionalista. Los líderes mundiales se unieron a la OMS en abril para recaudar 8000 millones de dólares para vacunas, pruebas y tratamientos contra la COVID-19, pero China y Estados Unidos permanecieron notablemente ausentes de esa iniciativa.

“No debe existir división si queremos ganar esta batalla”, dijo Emmanuel Macron, el presidente de Francia.

Sin embargo, los gobiernos europeos respaldaron a sus propias empresas. El Banco Europeo de Inversiones prestó casi 120 millones de dólares a BioNTech, una empresa alemana, y Alemania compró una participación de 360 millones de dólares en la firma de biotecnología CureVac después de que varios reportes indicaban que estaba siendo atraída hacia Estados Unidos.

“Financiamos la investigación, a ambos lados del Atlántico”, dijo Udo Bullmann, miembro alemán del Parlamento Europeo. “Podríamos haber puesto un párrafo que dijera: ‘Estamos obligados a dárselas a los países pobres de una manera en que puedan pagarlas’. Por supuesto que podríamos haber hecho eso”.

Una vacuna del pueblo
En mayo, los líderes de Pakistán, Ghana, Sudáfrica y otros países pidieron el apoyo de los gobiernos para respaldar una “vacuna del pueblo” que pudiera fabricarse con rapidez y distribuirse de manera gratuita.

Instaron al órgano rector de la OMS a considerar las vacunas como “bienes públicos mundiales”.

El gobierno de Trump se apresuró a bloquear esa propuesta. Decidido a proteger la propiedad intelectual, el gobierno señaló que pedir un acceso equitativo a las vacunas y los tratamientos enviaba “un mensaje equivocado a los innovadores”.

A final de cuentas, los líderes mundiales aprobaron una declaración moderada que reconocía la inmunización exhaustiva —no las vacunas— como un bien público mundial.

Ese mismo mes, la OMS lanzó el acceso mancomunado a la tecnología y les pidió a los gobiernos que en sus contratos para adquirir fármacos incluyeran cláusulas que garantizaran una distribución equitativa. Sin embargo, las naciones más ricas del mundo ignoraron la solicitud de manera categórica.

En Estados Unidos, la Operación Máxima Velocidad, el programa del gobierno de Trump que financió la investigación para las vacunas en Estados Unidos, desembolsó más de 10.000 millones de dólares en empresas seleccionadas con cuidado y absorbió el riesgo financiero de llevar una vacuna al mercado.

“Nuestro rol era permitir que el sector privado fuese exitoso”, dijo Paul Mango, un alto asesor de Alex M. Azar II, quien en ese momento era el secretario de Salud.

Los acuerdos se produjeron con algunas salvedades.

Grandes porciones de los contratos están tachadas y algunas permanecen secretas. No obstante, los registros públicos muestran que el gobierno usó contratos inusuales que omitieron su derecho a adquirir la propiedad intelectual o influir en el precio y la disponibilidad de las vacunas. No dejaban que el gobierno obligara a las empresas a compartir su tecnología.

Los líderes británicos y de otros países europeos hicieron concesiones similares al ordenar dosis suficientes para vacunar a sus poblaciones varias veces.

“Había que definir las reglas del juego, y el lugar para hacerlo eran estos contratos de financiamiento”, dijo Ellen ’t Hoen, directora de Ley y Política de Medicamentos, un grupo de investigación internacional.

En comparación, una de las financieras sanitarias más grandes del mundo, la Fundación Bill y Melinda Gates, exige un acceso equitativo a las vacunas en los subsidios que otorga.

Como medida de presión, la fundación retiene algunos derechos sobre la propiedad intelectual.

Slaoui, quien llegó a la Operación Máxima Velocidad después de liderar la investigación y el desarrollo en GlaxoSmithKline, simpatiza con esta idea. Pero no habría sido práctico exigir concesiones de patentes y aún así cumplir con los objetivos principales del programa de velocidad y volumen, dijo.

“Les puedo garantizar que los acuerdos con las empresas habrían sido mucho más complejos y se habrían demorado mucho más”, dijo. La Unión Europea, por ejemplo, regateó las disposiciones sobre precios y responsabilidad, lo que retrasó la implementación de las vacunas.

De alguna manera, este fue un viaje por parajes conocidos. Cuando estalló la pandemia de “gripe porcina” H1N1 en 2009, los países más ricos acapararon el mercado mundial de vacunas y prácticamente dejaron fuera al resto del mundo.

En ese momento, los expertos dijeron que era una oportunidad para repensar el enfoque. Pero la pandemia de gripe porcina se desvaneció y los gobiernos terminaron destruyendo las vacunas que habían acumulado. Luego se olvidaron de prepararse para el futuro.

La visión internacional
Durante meses, Estados Unidos y la Unión Europea han bloqueado una propuesta de la OMS que dispensaría los derechos de la propiedad intelectual para las vacunas y los tratamientos para la COVID-19. La solicitud que propusieron Sudáfrica e India con el apoyo de la mayoría de las naciones en vías de desarrollo ha quedado empantanada en audiencias procesales.

“Cada minuto que pasamos en un punto muerto en la sala de negociaciones, hay gente muriendo”, dijo Mustaqeem De Gama, un diplomático sudafricano involucrado en las conversaciones.

Sin embargo, en Bruselas y Washington, los líderes siguen preocupados por la posibilidad de que se pueda socavar la innovación.

Durante la campaña presidencial, el equipo de Biden reunió a los más importantes abogados especializados en propiedad intelectual para encontrar la manera de aumentar la producción de la vacuna.

“Querían adoptar una visión internacional de las cosas”, dijo Ana Santos Rutschman, profesora de Derecho en la Universidad de Saint Louis que participó en las sesiones.

La mayoría de las opciones eran complicadas desde el punto de vista político. Una vía era usar una ley federal que permite al gobierno tomar la patente de una empresa y dársela a otra para aumentar el suministro. Según exasesores de la campaña, el equipo de Biden no lució entusiasmado frente a esta propuesta y otras que pedían un mayor uso de sus facultades.

En cambio, el gobierno ha prometido dar 4000 millones de dólares a Covax, la alianza global para la distribución de la vacuna. No obstante, Covax busca vacunar tan solo al 20 por ciento de los países más pobres del mundo este año y enfrenta un déficit de 2000 millones de dólares tan solo para lograr ese objetivo.

Graham, el científico que lideró el equipo que descifró el código de la vacuna contra el coronavirus para Moderna, dijo que la preparación para una pandemia y el desarrollo de la vacuna deben ser colaboraciones internacionales, no competencias.

“Mucho de esto no habría sucedido sin una gran inyección de dinero del gobierno”, dijo.

Pero los gobiernos no pueden sabotear a las empresas que necesitan ganancias para sobrevivir.

Graham ha dejado de estudiar al coronavirus, en gran medida. Quiere crear una vacuna universal contra la gripe, un fármaco que podría prevenir todas las cepas de la enfermedad sin un ajuste anual.

Aunque fue vacunado por su trabajo, pasó la primera parte del año tratando de incluir a su esposa e hijos mayores en listas de espera, una prueba que incluso uno de los inventores de las vacunas tuvo que soportar. “Puedes imaginar lo terrible que es eso”, dijo.

(Autores: Matt Apuzzo es un reportero ganador del Premio Pulitzer en dos ocasiones y está radicado en Bruselas. Selam Gebrekidan, reportera de investigación de The New York Times, está radicada en Londres.)

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