Clarín
Clarín

A 50 AÑOS DE LOS ANDES, UNA HISTORIA. Gustavo Zerbino es uno de los 16 sobrevivientes de la Tragedia de Los Andes, que ocurrió el 13 de octubre de 1972. Un equipo de rugby uruguayo, el Old Christians Rugby Club, viajaba –junto a familiares y amigos– de Montevideo hacia Chile, para jugar con otro equipo.

El avión se estrelló contra una montaña. De los 49 pasajeros, regresaron 16, que sortearon todo tipo de dificultades para sobrevivir durante 72 días, hasta que fueron rescatados. Gustavo Zerbino se quedó un día más, para traer las pertenencias de sus amigos.

Hoy Zerbino tiene seis hijos: Gustavo, Sebastián, Lucas, Martín, Luma y Lupita. En esta charla cuenta, a 50 años del accidente, su agradecimiento por estar vivo y los detalles de su innata vocación de servicio.

-¿Después de la Tragedia de Los Andes, se vive o se sobrevive?

-Primero me gustaría aclarar que tragedia fue para algunos y milagro, para otros. Hay madres que hablan del milagro de la vida y otras exclaman: ¡Cómo va a ser milagro si yo perdí a mi hijo! Entonces, yo diría que es una historia de amor, amistad, solidaridad y vocación de servicio. La vida es un milagro y la muerte es un misterio. En el medio está lo que tenemos que vivir. Yo tenía 18 años y estuve 73 días en la montaña, y hoy tengo 68. Si bien la montaña es algo fuera de lo normal, tragedia es la invasión a Ucrania. La vida te da la posibilidad de vivir cosas que te marcan pero que te permiten crecer.

-¿La experiencia en la Cordillera te cambió?

-La montaña fue como una enzima catalizadora que aceleró el proceso de aprendizaje interior de cada uno. El que fue tomate, volvió tomate y el que fue banana, volvió banana. ¿A todos nos cambió la Cordillera? No. Cada uno hizo su proceso de aprendizaje.

-Además del miedo, el sufrimiento, las condiciones climáticas adversas, el contacto con la muerte, ¿qué otra cosa pasó allá?

-A pesar de todo lo duro y difícil que fue, fuimos plenamente felices en la montaña sólo por vivir un poco más. Sufrimos horrores; también fue terrible enterarnos del abandono de nuestra búsqueda. Aun así, en ese escenario, elegimos ser positivos y celebrar cada día de vida.

-¿Por qué?

-Porque cada segundo era el último. Y el vivir ese segundo como el último, te exigía abrir tu potencial y entregarte a lo desconocido. La aceptación, cuando apagás la mente para conectarte con tu corazón, hace que vivas la vida de una manera totalmente distinta. Del otro lado del miedo y de la zona de confort, hay un mundo maravilloso para descubrir y, para eso, tenés que animarte. A mis hijos les enseñé eso: ustedes hagan lo que sientan que tienen que hacer, sin miedo a equivocarse. Al cometer un error van a aprender una manera más de cómo algo no funciona.

-Algunos de los otros sobrevivientes dan o dieron charlas. Esas experiencias, ¿los liberan, lo hacen para ayudar a otros, para ganar dinero?

-Nosotros volvimos de la Cordillera y lo único que queríamos era estar entre nosotros. En nuestro círculo íntimo nos reíamos las 24 horas, hablábamos de cosas que la gente no entendía o ni siquiera hablábamos: con una mirada ya sabíamos lo que quería el otro. Después, a medida que pasaban los años, nuestra historia cada vez era más grande. Salieron 14 libros antes de que apareciera el nuestro. Nos decían: “Ustedes tienen que hacer un versión oficial, si no nadie va a saber qué pasó realmente”. Hubo una licitación mundial y la empresa Lippincott, que fue quien hizo la edición americana, fue la que ganó. Era la más seria, si bien ofreció menos plata. La historia debía ser veraz y esta editorial ofreció esa garantía.

-¿Lo fue finalmente?

-¿Te acordás de Desde el jardín, la película con Peter Sellers? Él es un hombre que toda su vida ha vivido y trabajado como jardinero en la mansión de un millonario. El millonario muere y el jardinero sale a la calle vestido con la ropa de su patrón. Y todo el mundo lo ve como el que piensan que es, no como quién es. A nosotros nos pasó lo mismo. Éramos los mismos que antes del accidente, pero antes nadie nos daba bolilla –hasta nos habían abandonado– y, cuando volvimos, todo el mundo quería hablar con nosotros: el Papa, los presidentes... De pronto eras una persona célebre por lo que habías vivido. Fue muy difícil.

-¿Las conferencias ayudaron?

-Yo desde muy chico iba a las cárceles y a los hospitales a compartir momentos con gente que estaba muy mal. No existe un dolorímetro; tu dolor no es más grande que el mío. Hablando con esa gente, los presos lloraban, me agradecían. Con las charlas de nuestra experiencia en la Cordillera, comenzamos –con Roberto Canessa– a compartir esa vivencia de manera solidaria y, un día, nos llamaron de la empresa de un amigo que era el gerente general de J & J para América Latina y nos dijo que tenía que construir un team building y que éramos el ejemplo más grande que había en el mundo. Así fue que nos llevó –a Roberto y a mí– a su empresa. Estábamos allí, hablando, y entró el arriero caminando y explotó la sala (N. de la R.: el arriero chileno, Sergio Catalán, el primero en hacer contacto con sobrevivientes). Después de esa experiencia, nos empezaron a llamar de empresas de todas partes del mundo.

-¿Qué sentís cuando das esas charlas? Te lo pregunto porque hoy está de moda el coaching positivista, la motivación.

-Hoy el mundo está muy mal. Hay una crisis de valores y principios. A nosotros nos convocan como un modelo de un grupo que, a pesar de todo, fue capaz de luchar por un objetivo en común –eso es un equipo– transformando el yo en nosotros y, cuando vos transformás el yo –el ego– en el nosotros, toda tu energía se expande. En un equipo, uno más uno es mucho más que dos; esa fuerza, esa sinergia, se incrementa. Las charlas fueron terapéuticas para muchos. Empezaron a hablar, se sintieron bien y vieron que todo el dolor hoy le servía a alguien.

-Sé que hay algunos sobrevivientes que han tenido o tienen cáncer. ¿Qué podés contarnos sobre eso?

-En el cáncer influyen varios factores, la genética, por ejemplo. Hay familias que tienen más predisposición que otras. Los cánceres de mis amigos fueron varios. Coche Inciarte, de mama; Carlos Páez, de lengua y Javier Methol –un santo–, melanoma. Javier tuvo 40 metástasis y pidió morir en mis brazos.

-Contame, por favor.

Yo estaba en el Mundial de rugby como presidente de la delegación uruguaya con mi hijo Martín, y me llamó Methol. “Quiero morirme en tus brazos”, me dijo. Le respondí: “Es primero de mayo, yo vuelvo a Uruguay el 28 de mayo; si querés eso, me vas a tener que esperar”. Se hizo un silencio del otro lado de la línea. Javier me respondió: “Te espero”. Confieso que pensé que no pasaba la semana. El 28 de mayo llegué y fui directo al hospital. Estaba con toda su familia, sus nietos. Me estaba esperando a mí. Estaban Roberto Canessa y Fernando Parrado. Estuve una hora y media hablando con él. Me agarraba la mano, me daba besos. “Quiero que me ayudes a dar este paso, a hacer esta transición como lo hiciste con varios en la montaña”, me dijo. Acto seguido, me muestra un papel en la pared que decía: No te quejes por lo que te falta, agradecé lo que te queda pero nunca dejes de luchar por lo que deseas. Cuarenta metástasis, se estaba muriendo y leía eso. Uno de sus nietos se lo había escrito en el pizarrón.

Umbral de dolor
“¿Entendés ahora?”, pregunta Zerbino. Y continúa: “Nosotros venimos de un lugar que nos hizo ampliar nuestro umbral de dolor hasta límites inimaginables de la tolerancia, la paciencia y el amor incondicional. No nos lo propusimos. Las circunstancias nos hicieron luchar y abrazar estas virtudes cuando, en general, todo el mundo se entrega. Yo te hablé del miedo. Las personas en la montaña, en Chile o en cualquier parte del mundo, se mueren congelados, en menos de 24 horas. Nosotros estuvimos 73 días a 4.000 metros de altura, con temperaturas 20 o 30 grados bajo cero. ¿Por qué no nos morimos? Porque queríamos vivir”.

-¿Y cómo lo lograron?

-Hicimos todo lo que se requería, lo necesario, lo que hacía falta. Sin quejarnos. Nos golpeábamos, nos abrazábamos, nos masajeábamos, porque si te quedabas solo y quieto te congelabas. Se llama La Muerte Dulce, se te va congelando el cuerpo de afuera hacia adentro, la sangre se congela, se te paraliza el corazón y te transformás en una estatua de hielo.

-¿Que hayan sido un equipo de rugby ayudó especialmente o forma parte del folclore de la historia?

-Yo soy deportista así que no me gusta extrapolar. Aun así, te digo que, para mí, haber sido rugbiers hizo la diferencia, porque el rugbier ya está adaptado antes de empezar a jugar. Primero, tienen que, todos juntos, llevar la pelota al otro lado; en el scrum son ocho que empujan todos juntos y te enseñan a levantarte cada vez que te caés y a seguir corriendo. Lo más importante es que el juez siempre tiene razón. ¿Qué quiere decir? Que no importa lo que pase, vos tenés que seguir haciendo lo correcto por los motivos correctos, sin quejarte. El rugby es el deporte más democrático que conozco porque juega el gordo, el flaco, el veloz, el lento, el alto, el bajo; todos tienen un lugar. En la Cordillera, cada uno tenía un don y, en eso, yo era el número uno. Yo tuve que ser médico con Canessa; había estudiado tres meses en la Facultad de Medicina: Biología Celular, Psicología Médica y Estadística. Tuve que cortar, coser, curar, ayudar. Todo lo que te imagines y más, lo hice. Roy Harley era el especialista en radio; sólo porque un día había armado una Radio Spika, la sacó de su cajita, le puso una batería, la ensambló y funcionó. En vez de preguntarse por qué, que te lleva a la parálisis, hay que preguntarse cómo. El cómo te impulsa a la acción. Cuando me quejo y no acepto lo que pasa, me peleo con la realidad, sufro. Y eso me produce ira, impotencia, bronca.

-Volviste a la montaña con tus hijos por los 50 años del accidente. Me llamó la atención que fuera tu primera ex mujer.

-Mi ex mujer no, la madre de mis hijos, Paqui. Yo me casé con ella y tuvimos cuatro hijos varones. Estuvimos casados trece años y fuimos muy felices. Es una mujer increíble, una excelente madre, una gran amiga, la quiero mucho. Ella tuvo sus novios, yo mis novias; yo me volví a casar. Tengo el máximo respeto por ella. Fue para acompañar a sus hijos. Yo la invité, disfrutó mucho. Me lo agradeció infinitamente; fue una experiencia maravillosa que compartió con sus hijos, conmigo y el resto de la familia. Fue lindo participar de esa vivencia; nos unió a todos mucho más. Además, dos de ellos están esperando un hijo, es decir que vamos a ser abuelos. Vamos a tener dos nietos.

-¿Todos tus hijos son de tu primera mujer?

-Los varones son todos de Paqui, que es uruguaya, y fue a la montaña. Las nenas son de María González, argentina, que falleció de cáncer de mama en Buenos Aires. Una gran mujer. La conocí en el año 2000; estuvimos como quince años juntos. Luego nos divorciamos.

-¿Después de la muerte hay algo más o nada?

-El diploma en la vida es la muerte. Si vos no morís, no viviste. Es un ciclo. Y viene otro ciclo. En la montaña sobreviví, pero estuve muerto dos veces y siempre tuve una nueva oportunidad. La primera vez fue cuando cayó el avión. Estaba sentado, me levanté y me fui a hablar con los pilotos. Estaban tomando mate y observaron que había montañas muy grandes y vieron que estaban perdidos. Ahí me mandaron para atrás. Nos indicaron que nos pusiéramos los cinturones y, de repente, agarramos un pozo de aire de casi 500 metros y el avión coleó para no chocar de frente y, cuando estaba por chocar, sentí pip pip. ¡Tac! A 500 kilómetros por hora chocar contra una montaña mirándola… no queda nada. Esperás que se vuelva todo negro y se acabe todo. De repente, me cae una gota por la cara, abro los ojos, me toco y miro y era una gota del equipo del aire acondicionado. Me di cuenta de que estaba solo y vivo, el avión se partió justo atrás mío y di un paso y caí dentro de la nieve. Quedé enterrado hasta la cintura. Tuve que hacer un esfuerzo extraordinario para volver a subir al avión, fue la primera vez que entré en contacto con la muerte en la montaña.

La muerte en una avalancha
El otro momento en que Zerbino se topó con la muerte fue durante una avalancha.

“Eran las cuatro de la tarde y hacía tres días que nevaba; estábamos todos adentro del avión –uno frente al otro con los ojos entrecerrados– esperando que pasara el tiempo. De repente, un temblor, un ruido que te aturdía. Entró una avalancha de nieve dentro del avión y lo cubrió totalmente por quince metros. Me quise mover y era como si tuviera una tonelada de cemento arriba. En mis manos tenía los pies de la persona de enfrente y le apreté los dedos para ver si me contestaba y no se movió: estaba muerto. Con mis dos codos toqué a las personas que estaban a mi lado y nada. ¡Estaban todos muertos, me aterroricé! El corazón me latía a mil kilómetros por hora. El aire no me entraba, se expandían los pulmones pero no había oxígeno, y me empecé a desesperar sentí que en instantes yo también me iba a morir”, cuenta.

Pero algo ocurrió justo en ese momento. Lo recuerda de esta manera: “De golpe, se me aclaró la mente y una voz me decía –esa voz interior que nunca me abandonó, la misma que me hizo sacar el cinturón justo antes del impacto–: ‘Tranquilo, pará. Cuando vos estabas en la panza de tu madre, tu vida era una vida intrauterina, saliste y quedaste adentro de tu cuerpo’. Y seguía: ‘Si creés en Dios, Dios no te puede invitar a una fiesta que es la vida, y, en los últimos instantes, hacerte pasar por una experiencia que es la muerte. No puede ser mala, tiene que haber algo más. Anímate a vivirla’”.

-¿Y qué pasó entonces?

-En ese instante acepté lo que venía, todo se calmó. Mi mente se apagó. Mi corazón dejó de estar por explotar, mis pulmones se relajaron. Empecé a ver mi vida tridimensional. En segundos pasaron todas las imágenes para atrás de los momentos más mágicos y extraordinarios de mi vida. Acto seguido, me transformé en un rayo de luz fluorescente que iba hacia un centro de luz muy grande. De repente escuché: ‘Gustavo, Gustavo’. Carlitos Páez se pudo destapar y llegó a mí y vio que estaba muerto. Se paró, se dio vuelta y comenzó a escarbar para el otro lado. Al escuchar ‘Gustavo’, fue como oír el despertador que suena de mañana. Por un lado, querés seguir durmiendo y soñando, pero por el otro sabés que te tenés que levantar. Esa dualidad me hizo caer como en un ascensor desde 10 metros y volví a entrar en mi cuerpo y abrí los ojos. Le mordí el pie a Carlitos, parado sobre mí. Ahí se dio vuelta y me destapó.

Lo más visto