The New York Time/Getty Images
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SORPRESIVA DERROTA. Se suponía que esta vez sería diferente. Para Lionel Messi, esta vez no iba a terminar como todas las demás, con esos hombros caídos, esa mirada distante, esa mueca apagada. Se suponía que Qatar no sería tan malo como lo que le sucedió al que posiblemente sea el mejor jugador de todos los tiempos con los colores de Barcelona en esas noches en Roma, Liverpool y Lisboa, y mucho menos con la albiceleste de Argentina en Río de Janeiro. Y, en cierto modo, no lo fue. Fue peor.

Argentina llegó a esta Copa del Mundo con la única ambición de asegurarse de que el último Mundial de Lionel Messi fuera recordado como uno que bañara su legado en el brillo dorado y resplandeciente que solo este torneo, su triunfo último, puede conceder.

En cambio, ahora enfrenta la agobiante posibilidad de que siempre sea sinónimo de una de sus humillaciones más oscuras, una de las más grandes derrotas en la historia de este torneo.

Para Argentina, perder frente a Arabia Saudita 2-1 no solo fue una derrota, fue una vergüenza, una humillación, un estigma tallado en la piel argentina frente a 88.000 espectadores, emitido en vivo por televisión y alrededor del mundo. Al final, cuando los extáticos sustitutos sauditas inundaron la cancha, los jugadores argentinos lucían disminuidos, los rostros macilentos, los ojos atormentados.

Ninguno por supuesto más que Messi. Ha lucido esa apariencia más de lo que le gustaría en los últimos años. Se ha convertido en un aspecto más familiar de lo que se esperaría para un jugador considerado el más grande de todos los tiempos.

El ocaso de la carrera más fulgurante de todas se ha divisado en gran medida en la sombra: esas derrotas traumáticas en los últimos años en el Barcelona contra Roma y Liverpool y el Bayern Múnich, la temida inevitabilidad de la desilusión arrebatada de las fauces de la gloria con el París St. Germain contra el Real Madrid este año.

Luego de cada una de ellas, esa misma figura desanimada —manos en las caderas, ojos gachos al alejarse lentamente de la cancha— fue la que se trazó al sonar el silbato final en Lusail, el estadio que será escenario de la última Copa del Mundo de Messi el mes próximo. La pesadilla de Argentina se encarnó.

En todo caso, el dolor de esta derrota dolerá más que las demás. No solo debido al contrincante: un equipo saudí inesperado y sin atractivo que había sido presentado como poco más que un chivo expiatorio al que el príncipe Mohamed Bin Salman —un hombre que no parece ser del tipo que realmente crea que lo que importa es participar— le aconsejó antes del torneo que se concentrara más en “disfrutar” que en ganar.

La verdadera diferencia, sin embargo, fue Argentina misma. Por primera vez en años, el país había fraguado un equipo nacional que no estaba enredado en una intrincada red de complejos. Con Lionel Scaloni, el discreto entrenador que había tomado el puesto primero en calidad temporal y había resultado bueno para ello, Argentina creó un sistema diseñado para darle a un Messi de mayor edad el apoyo que necesitaba.

Desde 2019, la selección jugó 35 partidos sin perder ninguno de ellos. Lo que es más importante, había puesto fin a la espera de una generación para ganar una presea internacional al quedarse con la primera Copa América desde 1993 del modo más satisfactorio imaginable: derrotando a Brasil en Brasil. Luego de eso había desmantelado al campeón europeo, Italia, en un juego que se publicitó como la Finalíssima.

Argentina contaba con el mejor jugador del planeta —posiblemente el mejor de todos los tiempos— con un rico filón, un elenco de reparto supremamente talentoso y un inmenso ejército de aficionados para respaldarla. Las calles de Doha estaban atestadas de camisetas albicelestes, mantas y banderas. Todo eso, por supuesto, también había sucedido en las últimas tres Copas del Mundo. Esta vez la diferencia era que el equipo parecía seguro, confiado y algo parecido a sereno.

Bastaron menos de cinco minutos para derrumbarlo todo. Argentina había dominado la primera mitad tomando la delantera con un penalti que ganó, un poco por azar, Leandro Paredes y que Messi convirtió con poca ceremonia. Hasta ahí llegó la buena suerte —otros tres goles fueron marcados como fuera de lugar, uno de ellos al menos por un margen muy ajustado— pero cuando los equipos se retiraron para el descanso parecía haber pocos motivos para preocuparse.

Tal vez lo que pasó después lo explica la complacencia: Argentina dormitaba cuando Saleh Al-shehri marcó el gol del empate y luego vio impotente cuando Salem Aldawsari esquivó tres barridas y lanzó un tiro que trazó una parábola perfecta fuera del alcance de Emiliano Martínez.


(Autor Rory Smith)

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